Fue un hombre sumamente interesante, cuya ronca voz pasó a ser parte del imaginario colectivo en las últimas décadas del siglo pasado. Fue poeta, fue novelista y fue cantante. Fue comprometido. Fue un inspirado.
En la década de los sesenta, mientras estudiaba en la universidad, era la poesía lo que poseía su espíritu. Lorca, Yeats, Miller y Whitman fueron algunos de los autores que inflamaron su goce, su aliento de poeta. Poco a poco, lenta pero inexorablemente, sus palabras contagiaron a la Canadá anglófona de entonces. Llegó el éxito.
Decidió entonces eliminar el ruido en su vida. Y fue así que se marchó. Se fue hasta una isla con nombre de monstruo: Hidra. Quién sabe… porqué ahí… quizás para acercarse a las puertas del inframundo que, como nos han cantado los grandes poetas, la terrible criatura protegía. Quizás intentaba escuchar secretos. Quizás de ellos salieron novelas como ‘Flores para Hitler’ o ‘Parásitos del Paraíso’.
Tras ese explosivo inicio, tras esa juventud caleidoscópica y pasional, llegó la música. El resto es voz, el resto es historia…